Amaranto - Literatura*Cultura*Arte, 1(2011). Revista en línea que cambió perfil y por eso ya no se encontraba disponible este artículo.

El sufrimiento infligido en Peer Gynt

Rafael Jiménez Cataño

“Créeme, no es por hacerla sufrir”… “¡No era mi intención ofender a nadie!”… y tantas formulaciones semejantes habremos escuchado, con frecuencia sinceras, que de ningún modo anulan la realidad de un sufrimiento, de una ofensa.

Peer Gynt aparece desde la primera escena como uno que inventa historias y las narra como hechos reales: un cuentero. Con todo, su mayor conflicto con la verdad no está allí, sino en su misma vida, una patología de la identidad que constituye la entraña de la obra de Ibsen. Su indefinición no es la intrínseca inidentidad de la persona humana por la que ésta se encuentra siempre en devenir. El humano “hacerse otro” no lleva a sentir las propias acciones del pasado tan distantes como su fueran de otra persona. Es paradójico e iluminador que la huidiza identidad de Peer Gynt no aparezca ni siquiera como una fragmentación disfrazada de devenir, sino como la anulación del devenir.

La ausencia de espesor humano en una vida semejante está simbolizada en la cebolla en la que Peer se ve reflejado: sus múltiples velos no encierran un cogollo [Acto V, Escena 5]. Pero ya mucho antes de eso, cuando Peer va al mundo de los trols, se formula de modo explícito una diferencia decisiva: los seres humanos responden a su esencia cuando viven según la máxima que reza “Sé tú mismo”, mientras que la máxima de los trols es “Te baste ser como eres” [A. II, E. 6]. Para ser uno mismo hace falta llegar a serlo, tarea que dura toda la vida. El trol, por su parte, está caracterizado por la negación de tal dinamismo, es un ser petrificado. Más adelante Peer volverá a encontrar al que fungía como rey de los trols durante su visita, que le dirá que en el fondo siempre ha sido un trol [A. V, E. 8]. Aunque Peer lo niega con decisión, la vida ya se lo está confirmando.

El que no cambia para ser fiel a sí mismo no resta humanidad sólo a su propia persona, sino también a quienes lo rodean, lo cual es introducir dolor en sus vidas. La madre de Peer sufre de ver sólo mentira en todo lo que su hijo cuenta. Peer asiste a una boda campesina, rapta a la novia [A. I, E. 3], Ingrid, y acto seguido la abandona en el monte [A. II E. 1]. En la fiesta había conocido a Solvejg, con quien bailó, y ésa será el ancla que a lo largo de toda su vida lo salvará del naufragio existencial absoluto. Las preguntas con que descarta la posibilidad de que Ingrid signifique algo para él son una descripción de Solvejg, a la que también hará sufrir en su momento. Ésta va a abandonar a su familia para ir a vivir con Peer, quien la conduce a una cabaña y con un “Ahorita vengo” se ausenta por el resto de su vida [A. III, E. 3].

Peer Gynt es un perfil típicamente estético, en sentido kierkegaardiano: hace lo que le place [Fjelde, 2007: xiv-xix]. No es algo condenable de suyo, claro está. El problema surge cuando se erige en criterio único de acción. El puro gusto no permite la unidad de la vida ni la fidelidad al otro, un “centro de gravedad permanente”, por decirlo con la canción de Franco Battiato. Peer va dejando a su paso vidas heridas, cuando no destrozadas.

No todo el que causa sufrimiento puede ser llamado cruel en sentido estricto. Para eso hace falta conciencia de ello e indiferencia, y la crueldad más refinada es la que se regodea en el dolor ajeno. Por eso no siempre es fácil decir si uno es cruel, pues entre el total desconocimiento de las consecuencias de las propias acciones y la plena conciencia la gama de grises es amplia. Existen los desconocimientos injustificables, ya sea por no saber lo que estamos obligados a saber, ya sea porque uno se quita de delante ese conocimiento, como quien se espanta una mosca que le ronda la cara. “Cerró la compuerta de su conciencia” [Sicilia, 2002: 173], se dice de un personaje de Javier Sicilia en el momento de emprender algo que siempre había juzgado una vileza.

El criterio del gusto no ofrece recursos para percibir la índole personal del otro, el devenir propio y el del otro. “Quería huir del dolor”, es la razón que Peer da a su madre agonizante que le reprocha su ausencia [A. III, E. 4]. Un personaje de Peter Härtling [Härtling, 1994: 105-106], un padre que pierde el trabajo y, no sabiendo cómo rehacer su vida familiar, decide abandonar a su mujer y a su hija Fränze, a los intentos de solución de ésta responde que simplemente se quiere marchar. “¿Y nosotras qué?”, le replica Fränze indignada. Para esto él no tiene respuesta. Sería ingenuo extrañarse de que la pérdida del sentido de la fidelidad nos vuelva crueles. Sin querer ofender, sin voluntad de hacer sufrir, sí, la mayor parte de las veces. Hay que reconocer que pocos adulterios se consuman “para ofender”: sobran motivos más inmediatos y sabrosos para cometer uno.

Quizá podría existir un ser cuya natural plenitud se alcanzara por medio de la ley del gusto, una vida fragmentada, sin la continuidad de un devenir. Eso es en el fondo el trol. Cuando el ser humano vive así, no es un trol con plenitud de vida sino un humano venido a menos. ¿Peor que trol? Sólo si termina así sus días, porque en realidad no ha dejado nunca de tener el reclamo de construir su vida. En Peer Gynt esta posibilidad de volver en sí es un tema central.

Son varias las vías por las que el protagonista vislumbra de vez en cuando esa vida plena. Una es la figura de Solvejg, recordada e invocada. En la lucha angustiosa con el Boyg (“el Curvo”) [A. II, E. 7], una entidad inquietante que se puede interpretar como una fuerza maligna o bien como una dimensión del mismo Peer, su “lado oscuro” (en ambos casos la negación del humano devenir), éste la invoca y el Boyg, que parecía a punto de imponerse, de pronto se rinde: “Era demasiado fuerte. Había una mujer a su lado”. En el ballet Peer Gynt (1985-87) de Alfred Schnittke, el diseño armónico que representa al Boyg vuelve una y otra vez a lo largo de la obra, como también los motivos asociados a la presencia femenina. En la coreografía de John Neumaier la obra se preludia en silencio con la danza de siete “aspectos” que definen al protagonista: infancia, vuelo, erotismo, agresión, arribismo, duda, alma. El último está encomendado a la misma bailarina que representa a Solvejg [Weitzman, 1994: 13].

Otro recordatorio de la identidad es el que lo salva del mundo de los trols, el tañido de unas campanas, ante el que sus perseguidores huyen atropelladamente gritando “¡Campanas en el monte! ¡Son las vacas del cura!” [A. II, E. 6] También Nils Holgersson, otro personaje nórdico, verá en las campanas de iglesia una señal de esperanza dentro de su transformación en duende: “aunque ahora se encontraba en un mundo completamente diverso, sentía que él no podría perderse del todo mientras esas poderosas voces fueran capaces de convocarlo” [Lagerlöf, 1906-07: 191].

Esta posibilidad de redención que nunca se pierde tiene dos dimensiones. Por una parte, quien vive una humanidad disminuida, chapoteando en el dolor ajeno, en la fragmentación propia de quien se guía sólo por el gusto, puede siempre recuperar un alma, la capacidad de reconocer al otro, la posibilidad de un don de sí al que corresponda una acogida. Por otra parte, las víctimas de nuestra crueldad no necesariamente han perdido tanta humanidad como nosotros. Pueden incluso haber ennoblecido sus vidas dando un sentido a su dolor.

Solvejg llega a la vejez aguardando la vuelta de Peer. Cuando éste entrevé la cabaña –antes se topó con la tumba de Ingrid–, se sobresalta: “Una recuerda… y el otro olvidó. Él ha perdido todo… y ella todo conservó”. Solvejg, en efecto, canta: “Todo está listo para Pentecostés. / Mi querido muchacho que estás lejos, / ¿no vas a llegar? / Si tu carga es pesada, / tómate tiempo. / Yo te voy a esperar / como te prometí” [A. V, E. 5]. Poco después llega por fin a ella, bien consciente de su carga de maldad (gracias a que, por una vez en su vida, no hizo lo que le aconsejaba el Boyg). Solvejg, ya ciega, sólo tiene palabras para hablar del bien: “Gracias a ti mi vida ha sido un canto maravilloso. ¡Bendito seas, tú que por fin vuelves a mí! ¡Bendito encuentro nuestro en esta mañana de Pentecostés!” [A. V, E. 10]

Hay aquí algo que no se entiende. Al menos el estético Peer no lo consigue, es un oscuro enigma para él, y pregunta: “—¡Di pues lo que sabes! ¿Dónde estaba yo? ¿Dónde estaba yo, mi yo verdadero, mi yo entero? ¿Dónde estaba yo, con el sello de Dios impreso en la frente? —En mi fe, en mi esperanza y en mi amor”. Peer retrocede: “—¿Qué has dicho? Calla. Son palabras ilusorias. De este niño tú misma eres la madre. —Soy yo, sí. ¿Y el padre quién es? Es Aquél que perdona si la madre se lo ruega”. En el ballet de Schnittke el motivo del Boyg, que condicionaba el color de casi toda la obra, sólo aquí desaparece por completo. Una canción de cuna arrulla al anciano Peer Gynt: “El niño vivió en el seno materno, / juntos jugaron toda la vida. / El niño durmió sobre el seno materno / toda la vida. Dios te bendiga, gozo mío. / El niño descansó junto a mi corazón / toda la vida. Ahora está muy cansado”.

El Epílogo de Schnittke comienza en este momento de liberación y desarrolla el reconocimiento de Solvejg y Peer con la destreza única que el maestro ruso con frecuencia despliega en los tiempos finales de sus obras, notables por su eficacia para describir la plenitud de las experiencias humanas más altas –la armonía de los amigos, la intimidad marital, la unión mística– en términos de inconclusión: su grandeza se revela en la apertura a un crecimiento que no tiene un punto máximo. Es como volver a vivir todos los episodios de la historia, ahora con otro tono, en plena reconciliación con la propia vida y con la del otro. Los amantes evocan lo dado y lo recibido y, juntos, lo gozan, comparten el recuerdo de lo compartido, como las despedidas que no terminan nunca, o el tiempo que sigue al abrazo amoroso, o el que prolonga la acogida de la eucaristía por mucho que la misa se declare terminada, según puede atestiguar quien esté iniciado en esos misterios. Los temas van y vienen, se solapan, porque la flecha del tiempo está superada. “Duerme y sueña, mi niño. / Yo te arrullaré, yo velaré tu sueño”.

Somos causa de dolor, no cabe duda, pero junto a esta verdad sombría reluce otra: también hay fuerzas más poderosas.


                                                               

Ibsen, Henrik, 1867, Peer Gynt, Einaudi, Torino 2007. Sigo esta edición italiana. La traducción española es mía, con ayuda de la inglesa (www.niteowl.org/Classical/peer1-1.html) y de lo que alcanzo a entender del original noruego (runeberg.org/peergynt/). Cito por acto y escena con las iniciales A y E.

Fjelde, Rolf, 2007, "Introducción a Peer Gynt", en: Ibsen, Henrik, Peer GyntEinaudi, Torino. 

HärtlingPeter, 1989, Fränze, Beltz & Gelberg, Weinheim 1994.

Lagerlöf, Selma, 1906-07, Wunderbare Reise des kleinen Nils Holgersson mit den Wildgänsen, Nymphenburger Verlagshandlung, München 1992. Es difícil encontrar una versión integral de la obra. En esta edición alemana, integral, se trata del capítulo 23.

Sicilia, Javier, 2002, A través del silencio, Aldus, México.

Weitzman, Ronald, 1994, “Alfred Schnittke: Peer Gynt”, en el booklet del CD BIS 677/678.

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